Un tema recurrente en el constitucionalismo español del siglo XX ha sido la cuestión lingüística. En un país con una diversidad lingüística como España, siempre ha sido un tema espinoso. Ni la imposición de un monolingüísmo estatal en base al idioma de la corte primero, ni un estatus de doble oficialidad en la mayoría de las zonas con lengua propia después, ha posibilitado una paz lingüística en términos políticos. Todavía, hoy, en plena sociedad de la información y la comunicación resulta poco, o nada, comprehensible la existencia de una pluralidad lingüística en España por parte, mayoritariamente, de la población castellano parlante.
En términos de constitucionalismo comparado deberíamos analizar, primero, qué soluciones constitucionales y legales se han dado en otros países multilingües. Dejando de lado los países básicamente monolíngües, ya que sería muy dificultoso hablar, propiamente, de monolingüísmo natural en cualquier país. Cabría estudiar que adaptaciones constitucionales han tenido lugar en los países plurilingües que han reconocido su realidad. Sin salir de Europa.
El caso francés resulta tan paradigmático como único; la imposición del dialecto de la región de París por encima, y menospreciándolos como "patois", en relación al resto de dialectos y lenguas (principalmente el occitano), que promovió la lengua de oil a única lengua francesa. Con parecidos resultados pero en diferentes circunstancias el inglés terminó por imponerse, cómo lengua del imperio, en las islas británicas arrinconando a las lenguas celtas. Este modelo fue el que quiso imponerse durante el siglo XIX y buena parte del XX, especialmente durante la dictadura nacionalista del General Franco, en España.
El caso suizo, por un lado, en dónde se reconocen sus cuatro lenguas propias (francés, italiano, alemán y retorrománico) en sus ámbitos territoriales, además de elevar a lenguas nacionales las tres más habladas (francés, italiano y alemán) deviniendo una obligación constitucional el conocimiento por parte de los y las ciudadanas helvéticas de al menos dos lenguas nacionales, sean cuales fueren, convirtiendo de hecho y de derecho en bilingües a todos sus habitantes. A pesar de las similitudes con España, en relación al multilingüísmo, este modelo sería de difícil implantación en España por la aprensión de la mayoría de la población castellano hablante hacía el resto de lenguas españolas, y en democracia los números cuentan.
La solución belga con la separación en comunidades lingüísticas (flamenca, valona y alemana) tropezaría en España por un sentimiento regionalista muy arraigado, que no coincide con la distribución geográfica de las lenguas, lo cual agravaría más que aplacar la situación actual. Como referencias los hablantes gallegos en las provincias de León y Asturias, las comarcas catalanoparlantes de la franja oriental de Aragón, el valle de Aran de lengua occitana en Cataluña, las dos zonas lingüísticas de la comunidad valenciana (la castellana y la catalana/valenciana), entre otras, sin dejar el tema del asturleonés y del aragonés.
De otro lado y en relación a las minorías lingüísticas y su encaje constitucional y legal en diversos países casi monolíngües de Europa. Nos encontramos con la protección y oficialidad del sueco en Finlandia, de las garantías constitucionales de los hablantes de suabo en Alemania, y de las recientes soluciones constitucionales de minorías nacionales en los diversos países de Europa del este, que por su variedad y peculiaridad no vamos a detallar.
En último lugar, trataremos del caso español. La vigente constitución española de 1978, de manera singular en el constitucionalismo occidental, reconoce de hecho la realidad plurilíngüe de España, pero sólo se atreva a nombrar una de las diversas lenguas habladas, y siguiendo la estela del constitucionalismo decimonónico impone como deber, y como derecho, el conocimiento obligatorio de la lengua castellana, dejando la puerta abierta a la oficialidad del resto de lenguas que se hablan, originariamente, en España al desarrollo del estado autonómico sin ninguna otra restricción que la garantía, imperativa, constitucional del conocimiento del castellano.
La respuesta mediante los respectivos estatutos de autonomía de las diferentes regiones que reconocieron, y reconocen, una lengua propia diferente al castellano se tradujo en un tímido reconocimiento de cooficialidad y, sólo, como derecho en el respectivo territorio de la demarcación autonómica. Cabe mencionar que sólo se reconocieron como cooficiales el gallego, en Galicia, el vascuence en el País Vasco y parte de Navarra, y el catalán/valenciano en Cataluña, la comunidad Valenciana y las islas Baleares. Tanto el asturleonés como el aragonés no pasaron de cierta mención, si se produjo, en los estatutos de las regiones de sus hablantes.
El principal cambio a este estado de la cuestión lingüística en España viene dado en relación al nuevo estatuto de autonomía de la comunidad catalana, cuyo texto equipara el catalán, en esa región, al castellano dando lugar a un bilingüísmo de derecho, similar al caso suizo mencionado anteriormente, pero sólo en la región catalana y para sus naturales. Esta disposición se encuentra sometida a juicio de constitucionalidad a tenor de diversos contenciosos ante el Tribunal Constitucional español de este nuevo estatuto de autonomía. Sin que en principio, aparentemente, vulnere disposición constitucional alguna al ser el artículo 3 de la Constitución Española de 1978 totalmente abierta a la oficialidad del resto de las lenguas españolas.
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